Filosofía

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Duda

jueves, 15 de abril de 2010

Del Mito al Logos

Generalmente tiene cierto encanto las mágicas leyendas que tratan de dar una explicación mística al universo. Ante la mirada absorta de un antiguo que ve la inmensidad del oceano, o el abismo de un cielo estrellado y eterno que no se puede alcanzar, es fácil que aquel antiguo lo idealice a tal punto que lo convierta en divinidad, o al menos que piense que algún dios lo maneja, lo controla.
¿Ante quién se quejarían si el mar enfadado y tormentoso se tragara a toda una flota de barcos pesqueros? ¿Como harían para que no vuelva a pasar sino entregandole sacrificios a un alguien poderoso? Con el tiempo a esta divinidad la habrían nombrado Poseidón, al que dominara en la muerte: Hades y así fueron naciendo de a poco un panteon de multiples dioses envidiosos y celosos, iracundos, infieles y caprichosos tales como los hombres y la mayoría de las veces mucho peores.
Con el tiempo estos mitos tomaron tanta fuerza que los pueblos los incorporaron como ciertos, y no solo paso a ser una tradición oral sino que se empezó a escribir genealogías de dioses (Hesiodo es un ejemplo) como un inmenso árbol genealógico de las primeras divinidad hasta llegar a los heroes o semidioses griegos de la antiguedad clásica. A estos nacimientos se los llama teogonías, de alguna manera se buscaba respuestas del nacimiento de todo lo que había a través de estos mitos.
La experiencia del hombre antiguo mostraba en la naturaleza la reproducción y la vida como un proceso cíclico. Generalmente este proceso estaba vinculado con el frío y el calor, las estaciones del año, los equinoccios y solsticios, etc. No es del todo ilógico, por lo tanto, que tengan la concepción de un ciclo repetitivo universal (un eterno retorno), ni que se divinizara las fuerzas de la naturaleza o se las relacionara directamente a las divinidades con estas fuerzas. No les era irracional creer que los dioses nacían, ni que podrían morir.
Por otro lado en este orden del universo cíclico el destino estaba fijado, y a tal punto que ni los dioses podían escaparse. Con esta visión fatalista del mundo se escribieron las clásicas tragedias griegas, donde la libertad solo es aparente.
Todo este ambiente les legó un espacio interesante para filosofar: En principio como surgió el universo (ya no solo respuestas en el orden teogónico sino cosmogónicas), y como esta ordenado y que podemos decir de él (cosmologías); El problema del cambio, la eternidad y el tiempo; si el hombre tiene libertad o hay un destino fijado, etc.
Este cambio se conoce como el traspaso del mito al logos -al pensar racional y sistemático-.
Los primeros filósofos, justamente se los llama filosofós de la naturaleza porque intentaban dar respuestas cosmogónicas por medio de la observación de la naturaleza, de lo físico, de lo que veían. ¿Cual era el origen del universo? ¿Cual es la materia de lo que todo deviene? Esto es lo que se van a plantear los primeros filósofos que la historia conoce.

viernes, 19 de febrero de 2010

Los Origenes de la Filosofía. Karl Jaspers

La historia de la filosofía como pensar metódico tiene sus comienzos hace dos mil quinientos años, pero como pensar mítico mucho antes.

Sin embargo, comienzo no es lo mismo que origen. El comienzo es histórico y acarrea para los que vienen después un conjunto creciente de supuestos sentados por el trabajo mental ya efectuado. Origen es, en cambio la fuente de la que mana en todo tiempo el impulso que mueve a filosofar. Únicamente gracias a él resulta esencial la filosofía actual en cada momento y comprendida la filosofía anterior.

Este origen es múltiple. Del asombro sale la pregunta y el conocimiento, de la duda acerca de lo conocido el examen crítico y la clara certeza, de la conmoción del hombre y de la conciencia de estar perdido la cuestión de sí propio. Representémonos ante todo estos tres motivos.

Primero. Platón decía que el asombro es el origen de la filosofía. Nuestros ojos nos "hacen ser partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste”. Este espectáculo nos ha "dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Y Aristóteles: “Pues la admiración es lo que im¬pulsa a los hombres a filosofar: empezando por admirarse de lo que les sorprendía por extraño, avanzaron poca a poco y se preguntaron por las vicisitudes de la luna y del sol, de los astros y por el origen del un universo."

El admirarse impele a conocer. En la admiración co¬bro conciencia de no saber. Busco el saber, pero el saber mismo, no "para satisfacer ninguna necesidad común”.

El filosofar es como un despertar de la vinculación a las necesidades de la vida. Este despertar tiene lugar mirando desinteresadamente a las cosas, al cielo y al mundo preguntando qué sea todo ello y de dónde todo ello venga, preguntas cuya respuesta no serviría para nada útil, sino que resulta satisfactoria por sí sola.

Segundo. Una vez que he satisfecho mi asombro admiración con el contexto de lo que existe, pronto se anuncia la duda. A buen seguro que se acumulan los conocimientos, pero ante el examen crítico no hay nada cierto. Las percepciones sensibles están condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son engañosas y en todo caso no concordantes con lo que existe fuera de mí independientemente de que sea percibido o en sí. Nuestras formas men¬tales son las de nuestro humano intelecto. Se enredan en contradicciones insolubles. Por todas partes se alzan unas afirmaciones frente a otras. Filosofando me apodero de la duda, intento hacerla radical, mas, o bien gozándome en la negación mediante ella, que ya no respeta nada, pero que por su parte tampoco logra dar un paso mas, o bien preguntándome dónde estará la certeza que escape a toda duda y resista ante toda crítica honrada.

La famosa frase de Descartes "pienso, luego existo" era para el indubitablemente cierta cuando dudaba de todo lo demás, pues ni siquiera el perfecto engaño en materia de conocimiento, aquel que quizá ni percibo puede engañarme acerca de mi existencia mientras me engaño al pensar.

La duda se vuelve como duda metódica la fuente del examen crítico de todo conocimiento. De aquí que sin una duda radical, ningún verdadero filosofar. Pero lo decisivo es cómo y dónde se conquista a través de la duda misma el terreno de la certeza.

Y tercero. Entregado al conocimiento de los objetos del mundo, practicando la duda como la vía de la certeza, vivo entre y para las cosas, sin pensar en mí, en mis fines, mi dicha, mí salvación. Más bien estoy olvidado de mi y sa¬tisfecho de alcanzar semejantes conocimientos.

La cosa se vuelve otra cuando me doy cuenta de mí mismo en mi situación.

El estoico Epícteto decía: “El origen de la filosofía es el percatarse de la propia debilidad e impotencia.” ¿Cómo salir de la impotencia? La respuesta de Epicuro decía: con¬siderando todo lo que no está en mi poder como indiferente para mi en su necesidad, y, por el contrario, poniendo en claro y en libertad por medio del pensamiento lo que reside en mi, a saber, la forma y el contenido de mis representaciones.

Cerciorémonos de nuestra humana situación. Estamos siem¬pre en situaciones. Las situaciones cambian, las ocasiones se suceden. Si estas no se aprovechan no vuelven más. Puede trabajar por hacer que cambie la situación. Pero hay si¬tuaciones por su esencia permanentes, aun cuando se altere su apariencia momentánea y se cubre de un velo su poder sobrecogedor: no puedo menos de morir, ni de padecer, ni de luchar, estoy sometido al acaso, me hundo inevitable¬mente en la culpa. Estas situaciones fundamentales de nues¬tra existencia las llamamos situaciones límites. Quiere de¬cir que son situaciones de las que no podemos salir y que no podemos alterar. La conciencia de estas situaciones límites es después del asombro y de la duda el origen más profundo aún, de la filosofía. En la vida corriente huimos frecuentemente ante ellas cerrando los ojos y haciendo como si no existieran. Olvidamos que tenemos que morir, olvi¬damos nuestro ser culpable y nuestro estar entregados al acaso. Entonces sólo tenemos que habérnoslas con las situa¬ciones concretas, que manejamos a nuestro gusto y a las que reaccionamos actuando según planes en el mundo, impulsados por nuestros intereses vitales. A las situaciones límites reaccionamos, en cambio, ya velándolas, ya cuando nos da¬mos cuenta realmente de ellas, con la desesperación y con la reconstitución: Llegamos a ser nosotros mismos en una transformación de la conciencia de nuestro ser.

Pongámonos en claro nuestra humana situación de otro modo, como la desconfianza que merece todo ser mundanal.

Nuestra ingenuidad toma el mundo por el ser pura y simplemente. Mientras somos felices, estamos jubilosos de nuestra fuerza, tenemos una confianza irreflexiva, no sabemos de otras cosas que de nuestra inmediata circunstancia. En el dolor, en la flaqueza, en la impotencia nos desesperamos. Y una vez que hemos salido del trance y seguimos viviendo, nos dejamos deslizar de nuevo, olvidados de nosotros mismos, por la pendiente de la vida feliz.

Pero el hombre su vuelve prudente con semejantes experiencias. Las amenazas le empujan a asegurarse. La dominación de la naturaleza y la sociedad deben garantizar su existencia.

El hombre se apodera de la naturaleza para ponerla a su servicio, la ciencia y la técnica se encargan de hacerla digna de confianza.

Con todo, en plena dominación de la naturaleza subsiste lo incalculable y con ello la perpetua amenaza, y a la postre el fracaso en conjunto: no hay manera de acabar con el peso y la fatiga del trabajo, la vejez, la enfermedad y la muerte. Cuanto hay digno de confianza en la naturaleza dominada se limita a ser una parcela dentro del marco del todo indigno de ella.

Y el hombre se congrega en sociedad para poner límites y al cabo eliminar la lucha sin fin de todos contra todos; en la ayuda mutua quiere lograr de la seguridad.

Pero también aquí subsiste el límite. Sólo allí donde los Estados se hallaran en situación de que cada ciudadano fuese para el otro tal como lo requiere la solidaridad absoluta, sólo allí podrían estar seguras en conjunto la justicia y la libertad. Pues sólo entonces si se le hace justicia a alguien se oponen los demás como un solo hombre. Mas nunca ha sido así. Siempre es un círculo limitado de hombres, o bien son sólo individuos sueltos, los que se asisten realmente unos a otros en los casos más extremos, incluso en medio de la impotencia. No hay estado, ni iglesia, ni sociedad que proteja absolutamente. Semejante protección fue la bella ilusión de tiempos tranquilos en los que permanecía velado el límite.

Pero en contra de esta desconfianza que merece el mundo habla este potro hecho. En el mundo hay lo digno de fe, lo que despierta la confianza, hay el fondo en que todo se apoya: el hogar y la patria, los padres y los antepasados, los hermanos y los amigos, la esposa. Hay en el fondo histórico de la tradición en la lengua materna, en la fe, en la obra de los pensadores, de los poetas y artistas.

Pero ni siquiera toda esta tradición da un albergue se¬guro, ni siquiera ella da una confianza absoluta, pues tal como se adelanta hacia nosotros es toda ella obra humana; en ninguna parte del mundo está Dios. La tradición sigue siendo siempre, además, cuestionable. En todo momento tiene el hombre que descubrir, mirándose a sí mismo o sacándolo de su propio fondo, lo que es para él certeza, ser, confianza. Pero esa desconfianza que despierta todo ser mundanal es como un índice levantado. Un índice que prohíbe hallar satisfacción en el mundo, un índice que se señala a algo distinto del mundo.

Las situaciones límites –la muerte, el acaso, la desconfianza que despierta el mundo me enseñan lo que
es fracasar. ¿Qué haré en vista de este fracaso absoluto, a la visión del cual no puedo sustraerme cuando me represento las cosas honradamente?

No, nos basta el consejo del estoico, el retraerse al fondo de la propia libertad en la independencia del pensamiento. El estoico erraba al no ver con bastante radicalidad la impotencia del hombre. Desconoció la dependencia in¬cluso dcl pensar, que en sí es vacío, está reducido a lo que se le da, y la posibilidad dc la locura. El estoico nos deja sin consuelo en la mera independencia del pensamiento porque este le falta todo contenido propio. Nos deja sin esperanzas, porque falta todo intento de superación espon¬tánea e intima, toda satisfacción lograda mediante una en¬trega amorosa y la esperanzada expectativa de lo posible
.
Pero lo que quiere el estoico es auténtica filosofía. El origen dc esta que hay en las situaciones limites da el impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino que lleva al ser.

Es decisiva para el hombre la forma en que experimenta el fracaso: el permanecerle oculto, dominándole al cabo sólo fácticamente, o bien el poder verlo sin velos y tenerlo presente como límite constante de la propia existencia, o bien el echar mano a soluciones y una tranquilidad ilusorias, o bien el aceptarlo honradamente en silencio ante lo indescifrable. La forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el hombre.

En las situaciones límites, o bien hace su aparición la nada, o bien se hace sensible lo que realmente existe a pe¬sar y por encima de todo evanescente ser mundanal. Hasta la desesperación se convierte por obra de su efectividad, de su ser posible en el mundo, en índice que señala más allá de éste.

Dicho de otra manera: el hombre busca la salvación. Ésta se la brindan las grandes religiones universales de la salvación. La nota distintiva de estas es e! dar una garantía objetiva de la verdad y realidad de la salvación. El camino de ella conduce al acto de la conversión del individuo. Esto no puede darlo la fi1osifía. Y sin embargo, es todo filosofar un superar el mundo, algo análogo a la salvación.

Resumamos. El origen del filosofar reside en la admiración, en la duda, en la conciencia de estar perdido. En todo caso comienza el filosofar con una conmoción total del hombre y siempre trata de salir del estado de turbación hacia una meta.

Platón y Aristóteles partieron de la admiración en bas¬ca de la esencia del ser.

Descartes buscaba en medio de la serie sin fin de lo incierto la certeza imperiosa.

los estoicos buscaban en medio de los dolores de la existencia la paz del alma.

Cada uno de estos estados de turbación tiene se verdad, vestida históricamente en cada caso de las respectivas ideas y lenguaje. Apropiándonos históricamente éstos, avanzamos a través de ellos hasta los orígenes aún presentes en nosotros.

El afán es de un suelo seguro, de la profundidad del ser, de eternizarse.

Pero quizás no es ninguno de estos orígenes el más ori¬ginal o el incondicional para nosotros. La patencia del ser para la admiración nos hace retener el aliento, pero nos tienta a sustraernos a los hombres y a caer preso de los hechizos de una metafísica. La certeza imperiosa tiene sus únicos dominios allí donde nos orientamos en el mun¬do por el saber científico. La imperturbabilidad del alma en el estoicismo sólo tiene valor para nosotros como actitud transitoria en el aprieto, como actitud salvadora ante la in¬minencia de la caída completa, pero en sí misma carece de contenido y de aliento.

Estos tres influyentes motivos –la admiración y el conocimiento, la duda y la certeza, el sentirse perdido y el encontrarse a sí mismo– no agotan lo que nos mueve a filosofar en la actualidad.